Se trata de aquellas
situaciones que luego de que ocurren, terminan con un fluir de conciencia que
difícilmente puedes transcribir. Te recorre todo el cuerpo, de arriba
abajo, de abajo arriba y sin pensar suspiras y acabas mirando el techo, tendido
en tu cama, recordando aquel exacto movimiento, palabra, beso o caricia. La
mayoría de las veces te cuestiones cómo fue que empezó, otras tantas de por qué
acabó como acabó y algunas otras no piensas: esas son las que más se disfrutan.
Sin ver, a ojos cerrados, en silencio y con la delicadeza misma con que palpas
el terciopelo, la magia está en sentir cada centímetro de piel, en concentrarse
solo en la respiración de uno y de otro. Velas, aromas, ternura y amor, sobre
todo amor.
El
recuerdo se lleva estos momentos, para jamás perderlos, son tesoros, los más
grandes y preciados tesoros. ¿Quién no quisiera poder gozar de ellos también?
Pero es solo una la sensación que llena el alma, que genera la satisfacción y
aquella no llega sino junto con la transición del tiempo y los movimientos: Es mía. Y de ahí, ya nada es
lo mismo. Son un cúmulo de sentimientos que explotan en un suspiro, en un beso,
en una mirada en blanco y negro. La mayoría de las veces es la mejor parte,
pero luego también viene la añoranza de las caricias en el pelo, en las
mejillas. Y sigue aquí su deseo de pertenencia: es una invitación a acomodar el
oído cerca de los latidos de su corazón, porque es ahí donde disfruta de
tenerme, de conversar, de reír como niños luego de hacer alguna maldad. Porque
es ahí donde disfruta de mi y de nadie más que de mí, donde no queda espacio
para malos entendidos, feas palabras o angustias. Ahí comienza y termina la más
linda manifestación de amor que no conocía, que él me enseñó a entender y
valorar; ahí es donde comienzan nuestros sueños juntos, ahí es donde me
encuentro con la mujer que soy y a veces olvido ser.