martes, 14 de noviembre de 2017

Rebelde sin causa

Reseña:


Cuando la curiosidad de un niño revela verdades, que estaban ocultas por descuido o porque a nadie le interesó contarle, se descubre más sobre nosotros mismos, se explican extrañezas de la vida y todo encuentra un sentido, una razón de ser. 

 

Nunca se consideró a sí mismo como un rebelde, prefería autodenominarse diferente, porque sabía que lo era. Esa diferencia gobernó su mundo, le mostró el camino y le dio un objetivo, hacerle homenaje al origen de su historia. 



"Soy José, simplemente José para los que no me conocen.

Vivo en un pequeño departamento entre las calles de este barrio, el Lastarria, desde que ingresé a mi primer año de arquitectura en la Universidad Católica en la Casa Central, al igual que toda mi familia. En esa época no iba a elegir diferente mi casa de estudios, no tenía el ímpetu necesario para rebelarme, pero ellos no se equivocaron en elegir y yo tampoco. Eso lo había comprobado ahora, que era el último día del último año de la carrera.

No era como cualquier otro día, aunque había comenzado como cada mañana, me sentía más animado de lo normal, un poco agitado también tal vez. Cada latido me reavivaba la emoción. No había sido un camino difícil, solo había sido demasiado largo para un ansioso como yo. Quería que este día llegara desde que crucé la puerta principal la primera vez.

Le di las gracias al sagrado corazón de Cristo todas las mañanas mientras me recibía con los brazos abiertos. Creía en Él, como casi todos los chilenos, aunque no iba a la iglesia. Sentía su presencia, observante y protectora, no pasaba desapercibido.

El camino a clases era una de las mejores partes del día: las calles angostas del barrio con sus adoquines, los murales en colores, en blanco y negro, pintados con esmero en las paredes altas ¿Cómo habrán llegado allá arriba?

Pienso en lo privilegiado que soy por haber venido a vivir aquí, aunque representara un contra sentido, porque dejé la casa de mis padres en el barrio alto de Santiago, para venir aquí, al históricamente primer barrio alto de la capital.

Este es mi lugar, siempre lo he sentido así. Me siento cómodo, como uno más, conectado con todo los significados y señales que se esconden entre sus muros, que lo hacen único. Es un viaje en el tiempo, te sientes automáticamente transportado a las intenciones que el intendente icónico del siglo diecinueve tuvo para el sector. Escucho su voz en el fondo de mis pensamientos, veo nítidas sus ideas, es como si me hablara del pasado para pensar en el futuro.

Me quedo inmóvil frente al costado del Museo de Artes Visuales. La hiedra recubre por completo aquella casa, es extrañamente inspirador. Sobresale por encima de todos los demás detalles de las estructuras vecinas, es el sueño de un curioso como yo entrar. Siento deseos de tocar la puerta de madera, de seguro tiene un jardín similar, lleno de flores de colores, y árboles tan altos como su frontis.

Disfruto la vista, casi tanto como disfruto hojear los libros de la señora Ana bajo el toldo verde, para no desentonar supongo, junto a la casa y su enredadera. Libros usados, viejos algunos, antiguos para mi, con olor a historia y recuerdos. Todas las mañanas o las tardes le pregunto si trajo algo nuevo, porque los conozco casi todos.

Mi esperanza es encontrar otros más en los que haya alguna dedicatoria que valga la pena seguir conservando.

Una vez en la esquina, pienso en cuánto sentido tiene que aquella calle se llame Merced. Desde allí puede verse altivo el cerro, como si supiera que tiene el barrio a sus pies, a su merced.

El Santa Lucía fue mi refugio durante cinco largos años y la fuente de inspiración de muchos de los dibujos que he echo con lápiz, a mano alzada, en un bloc de hojas blancas, sentado en alguna de sus cunetas al borde de sus senderos de gravilla y piedra, que te guían hasta su cima.

Más de alguna vez me he apoyado en uno de sus frondosos árboles y observado cada mínimo detalle diferente que pudiera haber entre la vista y el papel, como haré nuevamente hoy, esperando que no sea la última vez.

Cargaba en su espalda dentro de una mochila todo lo que pudiera necesitar para su tarea. Un par de lápices de carbón, un cuaderno de croquis, una botella de agua, y la enorme carpeta que protegía el trabajo de los últimos seis meses: su proyecto de título. Lo consideraba ambicioso, ameno para quien hiciera uso de los espacios y moderno, porque su intención era esa, quería darle otra racha de entusiasmo, de color, de modernidad, de vida a este barrio que lo vio madurar, como hombre y arquitecto. Sabía de dónde venía esa idea. Lo hacía sentir poderoso, pero al mismo tiempo aterrizado porque estaba convencido de que era posible, que su sueño no quedaría sumido solo a eso y que estaba solo en sus manos materializarlo. Se había esforzado por años para conseguirlo.

Tengo alma de humanista, y algo dentro de mí me refuerza día a día que no podría haber estudiado otra cosa, que no podría dedicar mi vida a nada más que no fuera grabar recuerdos o imágenes en hojas de croquis, a proyectar ideas. Creo que no son solo las palabras en un libro las que quedan inmortalizadas, sino también los edificios, las calles y los rincones de una ciudad enorme que no dejará de crecer.

Tengo la sensibilidad de un artista, pero ninguna de estas son características de las que me vanaglorie, soy raro para algunos, diferente al menos, porque no cumplí con ser como los demás, con hacer ostento de mi nombre, porque forjé mi camino siguiendo mis propios sueños, siendo leal a mí mismo y a esa voz que habita en mi cabeza que me dice dónde ir, cómo hacerlo y qué ver. Me gusta ser quién soy, el apellido que llevo, la historia de mi origen, pero no me gusta hacer alarde de eso, prefiero que mis dibujos e ideas hablen por mi.

El cerro me regala humedad, sin falta por las tardes. Ésta sí es la mejor parte del día. Dos niños custodian las largas e interminables escaleras que se pierden a la vista cuando las miras desde lejos, escondidos bajo altas palmeras y una ruidosa pileta. 

La puntuda reja de fierro parece el cierre perfecto y cuando escucho a los pájaros cantar, recuerdo a Mary y Dickon entrar por primera vez al “Jardín Secreto”. Mi infancia dista mucho de estos paisajes, por lo mismo creo que lo disfruto todavía más.

Más de cien años de historia lo protegen y el paso de ese tiempo se siente. Ya no están todas las piezas de piedra en su lugar, las barandas blancas están manchadas por el negro hollín de la contaminación ambiental y al menos hoy, a Neptuno nadie le ha pedido deseos.

Sigo subiendo y la carpeta pesa un poco más. He dibujado antes este castillo, cuando estaba un poco más entero. Muchas veces desee ser invitado a sus bailes, en vez de solo escucharlos desde mi habitación hasta que terminaran.

De todas las leyendas que por años han acompañado la vida de este cerro, la tradición católica es la que más ha persistido, está arraigada en él, mientras a Caupolicán parece no importarle llevar plumas en la cabeza o aros colgando de sus orejas.

Es pasado el medio día y el cañón no marcó la hora. Llevo ya un par de años sin escucharlo lo que me parece un agrado. Habría sido perturbador oírlo teniendo el lápiz sobre la hoja. Jamás habría podido terminar un dibujo limpio sin sobresaltarme y romper la punta del lápiz contra el papel.

Tanto se ha movido la tierra y aun hay piedras y ladrillos en su lugar, intactos. Si la tierra ha tenido respeto por el cerro, ¿Por qué no lo han tenido también quienes se dan el trabajo de subir hasta aquí solo para llevarse un pedazo de él sin permiso? Estoy por llegar a lo más alto y Pedro de Valdivia no tiene su espada. Dudo que lo hayan perpetuado en piedra de esa manera. ¿Quién es Pedro sin su espada? Un simple caballero español esculpido que sirve de mirador para una paloma que se posa sobre su cabeza.

Más escaleras, más y más escaleras y siento dormidos los brazos por el peso de la mochila en mi espalda, pero ya llegué a la cumbre.

Los turistas con distintos idiomas pululan a mi alrededor, y aunque las nubes se asoman, y sopla un viento que es como un susurro amenazante de lluvia, no llueve y no lloverá. Diviso al sol entre ellas y así el clima está perfecto para terminar el proyecto que me dará el primer reconocimiento de mi vida: mi título de arquitecto.

Desde aquí veo a la madre de Cristo, en la cima de otro cerro con tradición católica, el edificio que fue en su época el más alto de Chile con forma de teléfono, la torre de telecomunicaciones más famosa del país, el Bellas Artes y la torre centenario que me impide ver tras de si a la cuadrada plaza de armas.

Mientras hago unos retoques, descubro que hasta hoy nunca he tenido ambición por conocer el mundo, solo tenía la convicción de que podría ser un aporte para una pequeña parte de ese mundo que todos quieren conocer.

José quería ver a la ciudad de Santiago seguir creciendo, seguir mejorando y sabía precisamente cómo hacerlo y del lugar exacto del que aquella idea provenía. Comienza el regreso a su departamento, deshaciendo el camino. No le podía faltar el ritual de siempre  en un día tan importante como hoy.

La firma de este bosquejo tenía que ser en el mismo lugar: en la última terraza del Huelén, en uno de los tantos escalones de la entrada de la ermita donde descansa su tatarabuelo Benjamín."