Mi padre me regaló una flauta de madera cuando tenía seis años. Llamó mi atención entre toda clase de objetos en una feria de artesanos frente a la escuela de Derecho de la Universidad de Chile, en el barrio Bellavista. Nunca en mi vida me había divertido tanto investigando, corriendo de un lado para otro. Me sentía libre, era un niño feliz.
Pude ver la expresión de orgullo en la cara de mi padre cuando le pedí que comprara aquel instrumento que parecía tan simple de usar y sonaba tan bonito a la vez. De ningún modo olvidaría su sonido, vivía en mi mente como un canto de sirena.
Me parecía extraordinario que un trozo de madera tallada con un par de perforaciones circulares a lo largo de su estructura, hiciera sonidos que a otros les parecieran tan armónicos, tan dulces y melódicos.
Aquellos sonidos eran para mí ahora, vibraciones rítmicas, que siento en mis dedos, que nacen en el fondo de mi mente. Odio que sea así, aunque me acostumbré a vivir con ello.
Las notas y el movimiento de mis manos, son la proyección de una emoción y un sentimiento que me resulta difícil de explicar a los demás, porque no todos me entienden cuando intento hablar. Para mí significan pura vida y energía, porque nadie nunca me enseñó sobre música, ni sobre cómo tocar la flauta, ni a leer notas en una pauta.
Hoy, con veintiséis años, puedo decir que mi oficio es ser flautista. Me dedico a ello con toda el alma y corazón del que soy capaz. Ella salvó mi vida, aún después de haber vuelto a nacer, desde ese maldito día.
No pasó mucho tiempo, hasta que decidí ponerle el nombre de mi madre a la flauta, me parecía una linda manera llevar a ambos conmigo siempre, de honrarlos. Mi madre se llamaba María de los Ángeles, así que a la flauta le decía Angelita, para perder las formalidades. Después de todo, ella se había entregado completamente al cuidado de mis diestras manos.
No la dejaba por nada del mundo, era mi compañera, me mantenía vivo y con ánimo para continuar vivo. Era lo único que tenía, lo único que me quedaba, después de haber perdido a mis padres en aquel maldito accidente.
El infeliz que manejaba el camión me había arrebatado todo de una sola vez, y a pesar de todos los años que habían pasado, que el siguiera con vida no me impedía en lo mas mínimo sentir rencor por aquel irresponsable hombre.
La vida no podía ser tan injusta, no podía quitártelo todo sin darte nada a cambio, no si eras de buena madera. Todos estamos hechos de ciertos tipos de madera, de distintos tipos de madera. Yo creo que soy como el de mi Angelita, de bambú, porque la vida me ha golpeado muy fuerte y no ha logrado derribarme. Salí adelante como pude, lo sigo haciendo, a pesar de no tener nada, de no tener a nadie. Sé dónde quiero llegar, que quiero para mi futuro. Aunque haya días en que la pena no me deja avanzar, no me abandona.
Comencé con mi oficio de flautista a los quince años, por lo que pudiera ser una casualidad de la vida o el simple destino. Una vecina del barrio había perdido a su hijo, que tocaba la flauta como yo. En alguna ocasión escuchó mis melodías y para cuando su hijo falleció, pensó en mi para su funeral.
En ese momento, descubrí que entendía el dolor de aquella mujer, más aún cuando me rogó que tocara la pieza favorita de su único hijo. Asentí y lo hice, ella me entendía a pesar de mis dificultades. Esa fue la primera vez que vine al Cementerio General.
Desde aquel día, cada día me parece como el primero. De ahí en adelante, cada vez se me acercaron más personas para pedirme lo mismo que aquella mujer, quien sin imaginarlo, me convirtió en el flautista de los ángeles que habitan entre esta tierra y el cielo, entre los trozos de cemento trabajado con más o menos esmero, como casas para los familiares muertos. No me gusta esa palabra, suena dura e insensible pero es la realidad. Prefiero llamarlos ángeles, o almas o espíritus.
El cementerio se convirtió en mi refugio, el único lugar del mundo que conocía, que me daba consuelo, que me daba calma y en el que encontraba la certeza de que en el futuro solo vendrían cosas buenas para mí. La paz de sus caminos era impagable. El silencio era como estar en el cielo con los que ya no estaban aquí.
No sé dónde fueron enterrados mis padres, otra expresión que detesto, pero algo en mi interior me dice que es aquí. Podrían haber sido católicos y estar descansando en el cementerio del frente, pero estoy seguro de que no es así. La energía de ese lugar me choca, no puedo ni si quiera mirar hacia su puerta, mucho menos podría entrar.
Todo cambia cuando vengo aquí, desde que cruzo la reja y doy el primer paso hacia su interior. Por tiempo pensé que las altas puertas de fierro, que parecía que pesaban kilos y kilos, eran el acceso principal, pero no lo es. Prefería este ingreso en vez del otro que tiene como monumento una escultura a las víctimas de un incendio. De solo pensarlo, se me encoge el estómago.
No podría decir si soy católico o no. A la edad en la que comenzó toda mi vida de nuevo, no podría haberlo sabido, era muy pequeño para el mundo. Mis padres probablemente si lo supieran y mi nombre podría ser una señal de eso.
Me gusta ser Gabriel, aunque en más de alguna ocasión pienso que mi historia podría haber sido distinta de la que resultó siendo y que solo por mi nombre tal vez tenía una conexión con el cielo que me mantenía protegido. Si creer en algo como eso me hace católico, entonces lo soy.
El cementerio es un lugar para todos: para los que ya no están y para que vengan a dejar flores o peluches, los que se quedaron de este lado de la vida. Siempre lo he sentido así, siempre lo he vivido así. La pérdida de mis padres no me impidió creer que hay vida después de la muerte, sino, ¿Cómo es que siento que caminan conmigo, que me señalan el camino?
El sol está por ponerse cuando me detengo a observar a mí alrededor. Todo el espacio que mi vista alcanza a apreciar, resulta como un museo que tiene al cielo como techo y árboles como cerca en sus caminos interiores. ¿Cuál era el sentido de rodear toda la manzana con murallas? La idea de una barrera que evitara que lo de adentro saliera, como los zombis trepando los ladrillos me hizo sonreír.
Me impresiona la cantidad de árboles que forman una parte con el todo. No desentonan, son parte de la esencia de este lugar. Hay ciprés, álamos, palmeras, araucarias y jacarandás, cuyas flores moradas vuelan por todas partes. Ese es mi favorito. A mi madre le encantarían también. Lo altos o bajos que son, lo más o menos frondosos que son, se relacionan en un juego de luces y sombras constantes.
Entre ellos, sus raíces han levantado tumbas, ocultado otras o guiado el camino por las calles más estrechas. Entiendo que hayan algunos que ingresen por curiosidad, que la mayoría venga porque tienen a alguien por quien llorar, pero me cuesta entender a los que vienen por escuchar historias de terror o de fantasmas. ¿No pueden ver una película en sus casas? Ningún rincón de la ciudad de los muertos daba miedo, o no por lo menos esa clase de miedo que te empuja a salir corriendo, ese miedo de las películas.
Sopla el viento y podría apostar a que suena como un silbido, pero en realidad no lo sé. Hay una sensación a flor de piel constante, que se debate entre el frío que te obliga a frotarte los brazos y el calor que abraza. Me provoca escalofríos.
Los más sensibles pueden percibir que hay almas que caminan junto a uno, que hay dolor y sufrimiento debajo de cada cruz del patio veintinueve.
Que a los más perceptivos se les apriete el pecho cuando se detienen a leer el letrero oxidado que lleva el nombre del sector, es la evidencia de que el lugar conservado exactamente como fue echo, cumple con el objetivo de que no se pierda la memoria. El letrero no es solo un pedazo de metal con un nombre, sino el reconocimiento de una dignidad tristemente arrebatada y una sociedad que debe seguir avanzando pero sin olvidar. Tal como con mis padres y yo.
Su mayor característica, su marca registrada, la conforman metros y metros cuadrados de espacio y tierra fértil en medio de la ciudad, donde reinan el silencio, las cruces, la tranquilidad, los rezos, oraciones, cantos y flores. Donde puedes ver a niños jugando a las encondidas, a payasos llorando a sus amigos payasos como una sola gran familia, a un perro mover la cola, a un pájaro cantor o a algún alumno pidiendo un favor.
Un lugar al que todos deberíamos llegar en igualdad de condiciones, después de todo, todos tuvimos vida, pero los que están aquí, bajo la tierra o sobre ella, abandonaron el cuerpo y sus almas habitan entre paredes de cemento y piedra de todos los tamaños, alturas y formas, lo que los sigue haciendo iguales, pero distintos al mismo tiempo, porque aun así, hay diferencias de estatus, entre los que tienen más y los que tienen menos. Desde los más ilustres hijos hasta los más desconocidos, de los que en vida fueron más ostentosos y opulentos, de los que fueron enterrados aquí porque no podrían haberlo estado en ningún otro lado más.
Hay identidad, nacional y cultural, en cada una de sus lápidas, nichos o mausoleos. Ninguno nunca es igual al otro, ni tampoco todos están igual de cuidados, pero siguen estando los del barrio alto y los del barrio bajo.
Creo que los cementerios en general son eso: una manifestación de humanidad que no fue creada para abandonar o ignorar, al menos no cuando los lazos emocionales son profundos. Y no solo aquí, en el General de Santiago, sino en cualquier cementerio del mundo.
Por lo mismo, me duele no saber donde están mis padres, no tener la posibilidad de demostrarles que no me he olvidado de ellos, que viven en mi cada día. Dejarles flores, como las moradas de la entrada, o tocar para ellos mis canciones favoritas con la Angelita.
Todos nos vamos a encontrar alguna vez con la muerte, lo sé, pero no quiero vivir mi vida solo por vivirla. Ella ya me dejó cicatrices, algunas que no podré borrar jamás. Así que hoy camino los rumbos que el destino pone frente a mi, dejando a mi paso solo huellas.
Moriré tranquilo sabiendo que marqué la vida de alguien más en un buen sentido, que ayudé a que el mundo sea un lugar mejor, o simplemente habiendo sido un hombre que vivirá para siempre en la memoria de quien me haya conocido.
Trascender, vivir más allá de la vida en carne, en el cuerpo. Ser recordado con amor, con gentileza, no solo por lo que hago con mi flauta, porque hay más como yo que la tocan, sino por quién soy, por lo que me hace único.
“Piensa en todo ello sentado frente al Memorial del Detenido Desaparecido y del Ejecutado Político, después de haber tocado su propia interpretación de la canción “Gracias a la vida” para Violeta Parra. A pesar de la tragedia que había cambiado su vida para siempre, agradecía estar vivo y cada una de las oportunidades que le habían permitido resurgir de entre las cenizas. Aun cuando a veces se sentía solo, no lo estaba realmente: habían ángeles en su vida acompañándolo. La gente lo saluda y le sonríe, como si fuera una más de las leyendas del campo santo más antiguo de la capital. Lo conocen, saben quién es: por su talento, por su historia y por ser el flautista sordo del Cementerio General.”