lunes, 30 de mayo de 2022

Carmela, Carmela

 "En una antigua estación de trenes, con el ruido de las locomotoras que disparan vapor, Carmela Carvajal se encuentra de pie acompañada de sus dos mayores hijos. Corría el año 1881, y con apenas 30 años, Carmela sentía que se le iba la vida en un abrir y cerrar de ojos. Parecía que el edificio la abrazaba, dejando que solo un par de rayos de luz se asomaran por las grandes ventanas de vidrio pintado.

Apenas unos años atrás, Arturo Prat había pedido su mano, cuando recién había sido ascendido a capitán de corbeta. Llevaron por años una relación discreta, no obstante era reconocida por muchos. Lo amaba desde aquel entonces, profunda y perdidamente. 

 

Ubicada desde donde todos pudieran verla, una virgen mira día y noche con los brazos abiertos, custodiando y protegiendo la diversidad de culturas y almas que aquella ruidosa capital albergaba, cuando la vida seguía un ritmo distinto y dispar. Carmela no podía si no pensar en nada más que en su amado, en lo que su pérdida significaba para ella y su familia y en lo mucho que lo añoraba, a pesar de los años ya pasados.

 

El 21 de mayo de 1879 había ocurrido la tragedia, la que la convirtió en una viuda ícono de Chile. Tan solo un par de días después se enteró de lo ocurrido mediante la prensa, y una carta del almirante Miguel Grau, capitán del Huáscar, lo confirmó. Vestiría de negro por el resto de sus días.

 

Recordaba cada una de las palabras de aquella carta. Las grabó a fuego a en su memoria, porque entendía el valor de ellas: “Dignísima señora: Un sagrado deber me autoriza a dirigirme a usted y siento profundamente que esta carta, por las luchas que va a rememorar, contribuya a aumentar el dolor que hoy, justamente, debe dominarla. En el combate naval del 21 próximo pasado, que tuvo lugar en las aguas de Iquique, entre las naves peruanas y chilenas, su digno y valeroso esposo, el Capitán de Fragata don Arturo Prat, Comandante de la "Esmeralda", fue, como usted no lo ignorará ya, víctima de su temerario arrojo en defensa y gloria de la bandera de su Patria.”

 

Junto con aquellas líneas, el almirante Grau había tenido la deferencia de enviar el diario personal de su marido muerto, su uniforme y espada, todos los elementos que representaban su imagen como un espejo. 

 

El corazón se le partía. Sabía de sobra de la necesidad interna y vocación que perseguía a su marido por cumplir con su deber: honrar a su patria y a la escuela naval, pero no lograba resignarse a aquella idea. Logró mayor convicción de que no abandonaría sus afanes, cuando en julio de 1876, a los 28 años, Prat se titulara de abogado y ella le rogara que continuara ejerciendo en aquella profesión y él se negara rotundamente a hacerlo. 


Carmela era dueña de un corazón sensible, que se consideraba afortunado y benevolente, y que luego de su irremediable pérdida, se encontraba dañado, en espera constante de ser reparado. Una cosa si era cierta y segura, no volvería a casarse, no lo deseaba, no lo esperaba y no lo necesitaba. Prefería ser la eterna viuda de un hombre valiente y respetado. 

 

Para alejarse del dolor que significó la muerte de su amor y de su natal Valparaíso que tantos recuerdos le traía, se retiró a vivir en un pueblo cercano a San Felipe, pero aquello no prosperó y por lo mismo, Santiago le parecía la mejor opción. Sus hijos asistirían a la universidad y ella tendría más espacios donde recrearse y nuevas caras que ver. Sería el comienzo de una nueva vida. La capital la renovaba, sentía en su cara los nuevos aires, apreciaba los nuevos paisajes. La imagen de la virgen en la cúspide del cerro, que fue lo primero que apreció el día de su llegada, podía ahora seguir observándola desde la ventana de su pieza del hotel Bristol. La imagen la tranquilizaba, la reconfortaba. Tarde o temprano todo estaría bien. La familia lograría superar la pérdida y continuarían adelante. La estadía en aquel hotel con forma de barco sería una situación temporal, mientras se terminaran los arreglos de la casa que había elegido al otro lado del río, cercano a la pérgola que vendía flores y frente a la parroquia. 

 

Aunque a veces despierta y no quiere levantarse para evitar sentir los efectos depresivos de la nueva rutina que no había elegido, sabe que tiene un alma fuerte y guerrera, que crió a  sus hijos contra viento y marea y que a final de cuentas se sobrepuso a la adversidad que el destino ponía en su camino. 

 

En ausencia de sus hijos, la campana del mercado la despabilaba de su ensimismamiento y la traía de vuelta a la realidad. El ruido de los carruajes y sus caballos, contra los adoquines, comenzaron a ser cada vez más cotidianos, junto con la llegada de la primavera y el sol. El invierno se iría pronto, sin dejar mucho de sí a su paso, mientras la vida era aquello que transcurría entre que el sol salía y luego se escondía, hasta que el destino hiciera nuevamente su jugada. 

 

Recostada en su cama con cabecera de bronce, intuyó que aquella jugada comenzaba junto con una presión profunda y de estrechez en el pecho, una sensación de opresión aguda y sofocante en el corazón. Sus días habían terminado, su pena y su angustia también. Su muerte era inminente, y aunque lo había intentado todo, ahora podría descansar en paz.

 

30 años más tarde de aquel día, en honor a ambos, se alzaría el primer monumento histórico en memoria de los héroes de la Esmeralda. Un faro de piedra verde que lleva inscrito en una placa de bronce las palabras que una noche escribiera el Caballero de los Mares a bordo del buque de guerra peruano Huáscar, a la mujer del heroico Capitán Prat." 

“Caminante no hay camino.”

 Reseña:

La promesa de una excursión diferente, la invitación a dejarse llevar, a soltar, a sentir, a expresar. La imaginación todo lo puede, la creatividad la acompaña tomada de la mano, la una no prospera sin la otra. La historia es antagonista de ambas, pero no las opaca, su afán es documentar sus pasos. Se manifiestan en arte, se exponen como representantes de habilidades manuales con herramientas: un pincel, un cincel, un lápiz o una flor. Viajar es también un arte, que requiere imaginación y creatividad, pero con una herramienta diferente: tus pies y el andar. 


"De pie en un semáforo del centro y Santiago deja de parecer la capital que se publicita en el aeropuerto. Ya no es aquella metrópoli moderna, cada vez más encementada, congestionada y atiborrada de gente y autos.

 

Es un pedazo de la urbe que retrocede en el tiempo, más amable y amena, que expresa calma, contención y belleza, en un sentido antiguo, atípico y profundamente influenciado.

 

Ando de turista en la que por ahora puedo considerar mi ciudad, pero en realidad soy una forastera, porque no nací ni me crié aquí, este es solo el espacio que me ha estado recibiendo los últimos tres años, aunque no precisamente esta comuna. El barrio en el que resido es una abierta contraposición de principios a los del centro: aquí hay un no sé qué que te atrae, que te empuja a querer ver más, saber más. 

 

Dan ganas de estar aquí, un lunes por la mañana, un domingo por la tarde, un sábado por la noche. Se percibe un ritmo discordante de vida del que me había acostumbrado en los últimos años. De buenas a primeras, el gran Santiago no es acogedor cuando eres de provincia. El cambio te choca, así fue conmigo por lo menos. 

 

Continúo caminando. No vale ver tanto desde un auto, ni introducirse en las profundidades de la tierra para llegar más rápido al otro lado; vale andar entre las raíces de los árboles del pulmón verde más emblemático de la región. Se respira un aire más limpio, la constante corriente agita las hojas y su sonido resulta relajante. 

 

¿Por qué no habré venido antes? Las dimensiones de la capital asustan. Las probabilidades de que un paseo se torne desagradable son altas y mi condición de mujer sola me convierte en vulnerable. Con ese tipo de pensamientos probablemente me haya perdido mucho que ver.

 

No a mucho andar, se asoma imponente una de las mejores caras del museo de Bellas Artes, uno de los tantos iconos del centenario de la república chilena. Los engastes dorados, las ventanas de medio arco, los alféizares esculpidos hasta el mínimo detalle, la cúpula de vidrio y las columnas romanas, te transportan a la Europa de la pre guerra. La comparación es inevitable, al tiempo que me asalta la sensación de “ya estuve aquí”. 

 

Las diversas expresiones artísticas de arte en general, arte callejero, arte moderno, arte urbano, estatuas, reconocimientos, regalos extranjeros, y música, en especial, son una visión, al otro lado del rio, de una vida más activa, más amistosa, menos apacible, más nocturna. 

 

Es una oda a la memoria histórica que habita en una especie de mundo paralelo, insertada en el corazón de una ciudad que no descansa. Pero está ahí, porque el parque te recibe con los brazos abiertos, el pasto cortado, el sonido de las hojas que se mueven con la brisa del viento, cada tanto otra vez, te permiten detenerte, que el mundo se pare por instantes. Puedes girar en círculos y la proyección es la misma hacia donde mires, pero te permite libertad para elegir. 

 

Se respira libertad. Se ve libertad: en las alas abiertas de los ángeles de Rebecca Matte, en la fuente alemana en medio del que antes fuera el jardín del bellas artes. Hay libertad incluso para el caballo de Botero que no entró, que no fue enviado de regreso a Colombia. 

 

La libertad de expresión es la consigna de este barrio y te rosa la pie, porque puedes ser quien quieras: un universitario de la facultad más antigua de chile, una pareja de enamorados bajo un árbol en el parque, un lector apasionado cobijado por poetas, un extranjero de paseo comiendo el helado artesanal con más tradición del mundo, o un eufórico hincha del futbol nacional colgado del caballo del General Baquedano.

 

Sea donde sea que te dirijas, el arte te devuelve las páginas en el libro de historia. Cada cosa en su lugar tiene un recuerdo, un significado, y poniendo la justa atención te vuelves más contemplativo, más perceptivo. Pienso en cuanta razón tenía Machado cuando escribió “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Al andar se hace el camino, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.”

 

Así que sigo andando, hasta que Rubén Darío me invita a escuchar como corre el agua en la fuente, y de pronto se torna sordo el ruido tan característico de la capital. Ya no escuchas autos ni transporte público. Descubrí un oasis en medio de la ciudad. No dan ganas de irse cuando eres capaz de escuchar las armonías de la lira desde las bancas de descanso. 

 

A lo lejos, un reloj en lo alto marca la hora: el sol está por ponerse. No parece primavera, pero lo es. Un candado aferrado a la barandilla de un puente, me provoca una punzada. Un pedazo de París se exhibe, como si te invitara a conocerla y a enamorarte de nuevo. La imagen de un recuerdo nítido se proyecta en mi mente. Un escalofrío me recorre la espalda completa. 

 

Hay sabor a Europa, y es como si estuviera de viaje de nuevo en el antiguo continente, porque no parece Santiago de Chile, mucho menos Santiago Centro. 

 

La secuencia de mis pensamientos es cada vez más intensa. Podrían haber sido otras personas, otro momento, otra oportunidad, pero ya está. Ya crucé el rio aunque no fuera solo literalmente. 

 

Bellavista no parece un mal nombre, por el contrario, parece el nombre exacto. Desde lo alto del cerro no cabe duda de que la vista es digna de admirar. Árboles verdes y frondosos, abundancia de flores expuestas a la luz del sol. 

  

En eso pienso cuando me adentro en pasajes angostos, con adoquines que me recuerdan la época colonial y su antecedente histórico: La Chimba, lleno de casas de distintas formas y tamaños. 

 

De pronto, nuevamente aquella incómoda sensación de “ya estuve aquí”. Había visto una casa como aquellas, como una en particular. En un sueño tal vez. Con imágenes tan vívidas como la realidad misma. Tenía un parecido innegable con alguna otra que no lograba recordar con precisión, con otro lugar, con otro viaje. Me resultaba extrañamente familiar y conocida. 

 

Hasta que lo entendí. La última pieza del puzzle encajó, y lo supe: Neruda. No podía ser otro que Neruda. Una vez de frente, inmóvil, lo comprobé: “La Chascona”. No podría haberse llamado de otra forma, sino en honor de la desordenada y colorina melena de su mujer. 

 

Pude verlo, con su inconfundible boina, en el frontis de su casa azul, como las otras dos, apoyado bajo un farol, pensando en Matilde tal vez."

 

 

 

“Talento celestial”

 Reseña:


Un accidente automovilístico cambió la vida de Gabriel cuando apenas era un niño, pero ello no cambió su destino ni su fuerza interior. La vida lo sorprendió cuando menos lo esperaba y lo guió hasta el lugar en el que debía estar. Las tragedias convierten a los espíritus en guerreros de hierro y Gabriel es uno de ellos. Nunca se es demasiado viejo para aprender, ni demasiado joven para enseñar, la ciencia está en siempre superarse a uno mismo. 


“Su familia era pequeña y vivían felices siendo apenas tres. Tenían la tradición de salir a recorrer Santiago al menos dos fines de semana al mes, para que el pequeño integrante conociera la ciudad, para que se nutriera de todo cuanto pudiera ver, oír y curiosear. No eran un matrimonio rico, eran un hogar de clase media que trabajaba día y noche de ser necesario para que a Gabriel no le faltara nada, mucho menos amor. Uno de esos fines de semana, después de conocer el Parque Forestal, el bus de transporte público en el que iban los tres de vuelta a su casa en la comuna de Recoleta, chocó con un camión cuyo conductor conducía a exceso de velocidad. El accidente le trajo muchas consecuencias en sentidos que muchas veces lamenta y en otros en los que le produce el mayor entendimiento del que es capaz. Veinte años después seguía absolutamente convencido de que no es de su agrado recordar aquel específico momento que cambió su vida para siempre.”

 

Mi padre me regaló una flauta de madera cuando tenía seis años. Llamó mi atención entre toda clase de objetos en una feria de artesanos frente a la escuela de Derecho de la Universidad de Chile, en el barrio Bellavista. Nunca en mi vida me había divertido tanto investigando, corriendo de un lado para otro. Me sentía libre, era un niño feliz. 

 

Pude ver la expresión de orgullo en la cara de mi padre cuando le pedí que comprara aquel instrumento que parecía tan simple de usar y sonaba tan bonito a la vez. De ningún modo olvidaría su sonido, vivía en mi mente como un canto de sirena. 

 

Me parecía extraordinario que un trozo de madera tallada con un par de perforaciones circulares a lo largo de su estructura, hiciera sonidos que a otros les parecieran tan armónicos, tan dulces y melódicos. 

 

Aquellos sonidos eran para mí ahora, vibraciones rítmicas, que siento en mis dedos, que nacen en el fondo de mi mente. Odio que sea así, aunque me acostumbré a vivir con ello. 

 

Las notas y el movimiento de mis manos, son la proyección de una emoción y un sentimiento que me resulta difícil de explicar a los demás, porque no todos me entienden cuando intento hablar. Para mí significan pura vida y energía, porque nadie nunca me enseñó sobre música, ni sobre cómo tocar la flauta, ni a leer notas en una pauta. 

 

Hoy, con veintiséis años, puedo decir que mi oficio es ser flautista. Me dedico a ello con toda el alma y corazón del que soy capaz. Ella salvó mi vida, aún después de haber vuelto a nacer, desde ese maldito día. 

 

No pasó mucho tiempo, hasta que decidí ponerle el nombre de mi madre a la flauta, me parecía una linda manera llevar a ambos conmigo siempre, de honrarlos. Mi madre se llamaba María de los Ángeles, así que a la flauta le decía Angelita, para perder las formalidades. Después de todo, ella se había entregado completamente al cuidado de mis diestras manos. 

 

No la dejaba por nada del mundo, era mi compañera, me mantenía vivo y con ánimo para continuar vivo. Era lo único que tenía, lo único que me quedaba, después de haber perdido a mis padres en aquel maldito accidente. 

 

El infeliz que manejaba el camión me había arrebatado todo de una sola vez, y a pesar de todos los años que habían pasado, que el siguiera con vida no me impedía en lo mas mínimo sentir rencor por aquel irresponsable hombre. 

 

La vida no podía ser tan injusta, no podía quitártelo todo sin darte nada a cambio, no si eras de buena madera. Todos estamos hechos de ciertos tipos de madera, de distintos tipos de madera. Yo creo que soy como el de mi Angelita, de bambú, porque la vida me ha golpeado muy fuerte y no ha logrado derribarme. Salí adelante como pude, lo sigo haciendo, a pesar de no tener nada, de no tener a nadie. Sé dónde quiero llegar, que quiero para mi futuro. Aunque haya días en que la pena no me deja avanzar, no me abandona. 

 

Comencé con mi oficio de flautista a los quince años, por lo que pudiera ser una casualidad de la vida o el simple destino. Una vecina del barrio había perdido a su hijo, que tocaba la flauta como yo. En alguna ocasión escuchó mis melodías y para cuando su hijo falleció, pensó en mi para su funeral. 

 

En ese momento, descubrí que entendía el dolor de aquella mujer, más aún cuando me rogó que tocara la pieza favorita de su único hijo. Asentí y lo hice, ella me entendía a pesar de mis dificultades. Esa fue la primera vez que vine al Cementerio General. 

 

Desde aquel día, cada día me parece como el primero. De ahí en adelante, cada vez se me acercaron más personas para pedirme lo mismo que aquella mujer, quien sin imaginarlo, me convirtió en el flautista de los ángeles que habitan entre esta tierra y el cielo, entre los trozos de cemento trabajado con más o menos esmero, como casas para los familiares muertos. No me gusta esa palabra, suena dura e insensible pero es la realidad. Prefiero llamarlos ángeles, o almas o espíritus. 

 

El cementerio se convirtió en mi refugio, el único lugar del mundo que conocía, que me daba consuelo, que me daba calma y en el que encontraba la certeza de que en el futuro solo vendrían cosas buenas para mí. La paz de sus caminos era impagable. El silencio era como estar en el cielo con los que ya no estaban aquí. 

 

No sé dónde fueron enterrados mis padres, otra expresión que detesto, pero algo en mi interior me dice que es aquí. Podrían haber sido católicos y estar descansando en el cementerio del frente, pero estoy seguro de que no es así. La energía de ese lugar me choca, no puedo ni si quiera mirar hacia su puerta, mucho menos podría entrar. 

 

Todo cambia cuando vengo aquí, desde que cruzo la reja y doy el primer paso hacia su interior. Por tiempo pensé que las altas puertas de fierro, que parecía que pesaban kilos y kilos, eran el acceso principal, pero no lo es. Prefería este ingreso en vez del otro que tiene como monumento una escultura a las víctimas de un incendio. De solo pensarlo, se me encoge el estómago. 

 

No podría decir si soy católico o no. A la edad en la que comenzó toda mi vida de nuevo, no podría haberlo sabido, era muy pequeño para el mundo. Mis padres probablemente si lo supieran y mi nombre podría ser una señal de eso. 

 

Me gusta ser Gabriel, aunque en más de alguna ocasión pienso que mi historia podría haber sido distinta de la que resultó siendo y que solo por mi nombre tal vez tenía una conexión con el cielo que me mantenía protegido. Si creer en algo como eso me hace católico, entonces lo soy.

 

El cementerio es un lugar para todos: para los que ya no están y para que vengan a dejar flores o peluches, los que se quedaron de este lado de la vida. Siempre lo he sentido así, siempre lo he vivido así. La pérdida de mis padres no me impidió creer que hay vida después de la muerte, sino, ¿Cómo es que siento que caminan conmigo, que me señalan el camino?

 

El sol está por ponerse cuando me detengo a observar a mí alrededor. Todo el espacio que mi vista alcanza a apreciar, resulta como un museo que tiene al cielo como techo y árboles como cerca en sus caminos interiores. ¿Cuál era el sentido de rodear toda la manzana con murallas? La idea de una barrera que evitara que lo de adentro saliera, como los zombis trepando los ladrillos me hizo sonreír. 

 

Me impresiona la cantidad de árboles que forman una parte con el todo. No desentonan, son parte de la esencia de este lugar. Hay ciprés, álamos, palmeras, araucarias y jacarandás, cuyas flores moradas vuelan por todas partes. Ese es mi favorito. A mi madre le encantarían también. Lo altos o bajos que son, lo más o menos frondosos que son, se relacionan en un juego de luces y sombras constantes.

 

Entre ellos, sus raíces han levantado tumbas, ocultado otras o guiado el camino por las calles más estrechas. Entiendo que hayan algunos que ingresen por curiosidad, que la mayoría venga porque tienen a alguien por quien llorar, pero me cuesta entender a los que vienen por escuchar historias de terror o de fantasmas. ¿No pueden ver una película en sus casas? Ningún rincón de la ciudad de los muertos daba miedo, o no por lo menos esa clase de miedo que te empuja a salir corriendo, ese miedo de las películas.

 

Sopla el viento y podría apostar a que suena como un silbido, pero en realidad no lo sé. Hay una sensación a flor de piel constante, que se debate entre el frío que te obliga a frotarte los brazos y el calor que abraza. Me provoca escalofríos. 

 

Los más sensibles pueden percibir que hay almas que caminan junto a uno, que hay dolor y sufrimiento debajo de cada cruz del patio veintinueve. 

Que a los más perceptivos se les apriete el pecho cuando se detienen a leer el letrero oxidado que lleva el nombre del sector, es la evidencia de que el lugar conservado exactamente como fue echo, cumple con el objetivo de que no se pierda la memoria. El letrero no es solo un pedazo de metal con un nombre, sino el reconocimiento de una dignidad tristemente arrebatada y una sociedad que debe seguir avanzando pero sin olvidar. Tal como con mis padres y yo. 

 

Su mayor característica, su marca registrada, la conforman metros y metros cuadrados de espacio y tierra fértil en medio de la ciudad, donde reinan el silencio, las cruces, la tranquilidad, los rezos, oraciones, cantos y flores. Donde puedes ver a niños jugando a las encondidas, a payasos llorando a sus amigos payasos como una sola gran familia, a un perro mover la cola, a un pájaro cantor o a algún alumno pidiendo un favor. 

 

Un lugar al que todos deberíamos llegar en igualdad de condiciones, después de todo, todos tuvimos vida, pero los que están aquí, bajo la tierra o sobre ella, abandonaron el cuerpo y sus almas habitan entre paredes de cemento y piedra de todos los tamaños, alturas y formas, lo que los sigue haciendo iguales, pero distintos al mismo tiempo, porque  aun así, hay diferencias de estatus, entre los que tienen más y los que tienen menos. Desde los más ilustres hijos hasta los más desconocidos, de los que en vida fueron más ostentosos y opulentos, de los que fueron enterrados aquí porque no podrían haberlo estado en ningún otro lado más. 

 

Hay identidad, nacional y cultural, en cada una de sus lápidas, nichos o mausoleos. Ninguno nunca es igual al otro, ni tampoco todos están igual de cuidados, pero siguen estando los del barrio alto y los del barrio bajo. 

 

Creo que los cementerios en general son eso: una manifestación de humanidad que no fue creada para abandonar o ignorar, al menos no cuando los lazos emocionales son profundos. Y no solo aquí, en el General de Santiago, sino en cualquier cementerio del mundo. 

 

Por lo mismo, me duele no saber donde están mis padres, no tener la posibilidad de demostrarles que no me he olvidado de ellos, que viven en mi cada día. Dejarles flores, como las moradas de la entrada, o tocar para ellos mis canciones favoritas con la Angelita. 

 

Todos nos vamos a encontrar alguna vez con la muerte, lo sé, pero no quiero vivir mi vida solo por vivirla. Ella ya me dejó cicatrices, algunas que no podré borrar jamás. Así que hoy camino los rumbos que el destino pone frente a mi, dejando a mi paso solo huellas. 

 

Moriré tranquilo sabiendo que marqué la vida de alguien más en un buen sentido, que ayudé a que el mundo sea un lugar mejor, o simplemente habiendo sido un hombre que vivirá para siempre en la memoria de quien me haya conocido. 

 

Trascender, vivir más allá de la vida en carne, en el cuerpo. Ser recordado con amor, con gentileza, no solo por lo que hago con mi flauta, porque hay más como yo que la tocan, sino por quién soy, por lo que me hace único. 

 

“Piensa en todo ello sentado frente al Memorial del Detenido Desaparecido y del Ejecutado Político, después de haber tocado su propia interpretación de la canción “Gracias a la vida” para Violeta Parra. A pesar de la tragedia que había cambiado su vida para siempre, agradecía estar vivo y cada una de las oportunidades que le habían permitido resurgir de entre las cenizas. Aun cuando a veces se sentía solo, no lo estaba realmente: habían ángeles en su vida acompañándolo. La gente lo saluda y le sonríe, como si fuera una más de las leyendas del campo santo más antiguo de la capital. Lo conocen, saben quién es: por su talento, por su historia y por ser el flautista sordo del Cementerio General.”






martes, 14 de noviembre de 2017

Rebelde sin causa

Reseña:


Cuando la curiosidad de un niño revela verdades, que estaban ocultas por descuido o porque a nadie le interesó contarle, se descubre más sobre nosotros mismos, se explican extrañezas de la vida y todo encuentra un sentido, una razón de ser. 

 

Nunca se consideró a sí mismo como un rebelde, prefería autodenominarse diferente, porque sabía que lo era. Esa diferencia gobernó su mundo, le mostró el camino y le dio un objetivo, hacerle homenaje al origen de su historia. 



"Soy José, simplemente José para los que no me conocen.

Vivo en un pequeño departamento entre las calles de este barrio, el Lastarria, desde que ingresé a mi primer año de arquitectura en la Universidad Católica en la Casa Central, al igual que toda mi familia. En esa época no iba a elegir diferente mi casa de estudios, no tenía el ímpetu necesario para rebelarme, pero ellos no se equivocaron en elegir y yo tampoco. Eso lo había comprobado ahora, que era el último día del último año de la carrera.

No era como cualquier otro día, aunque había comenzado como cada mañana, me sentía más animado de lo normal, un poco agitado también tal vez. Cada latido me reavivaba la emoción. No había sido un camino difícil, solo había sido demasiado largo para un ansioso como yo. Quería que este día llegara desde que crucé la puerta principal la primera vez.

Le di las gracias al sagrado corazón de Cristo todas las mañanas mientras me recibía con los brazos abiertos. Creía en Él, como casi todos los chilenos, aunque no iba a la iglesia. Sentía su presencia, observante y protectora, no pasaba desapercibido.

El camino a clases era una de las mejores partes del día: las calles angostas del barrio con sus adoquines, los murales en colores, en blanco y negro, pintados con esmero en las paredes altas ¿Cómo habrán llegado allá arriba?

Pienso en lo privilegiado que soy por haber venido a vivir aquí, aunque representara un contra sentido, porque dejé la casa de mis padres en el barrio alto de Santiago, para venir aquí, al históricamente primer barrio alto de la capital.

Este es mi lugar, siempre lo he sentido así. Me siento cómodo, como uno más, conectado con todo los significados y señales que se esconden entre sus muros, que lo hacen único. Es un viaje en el tiempo, te sientes automáticamente transportado a las intenciones que el intendente icónico del siglo diecinueve tuvo para el sector. Escucho su voz en el fondo de mis pensamientos, veo nítidas sus ideas, es como si me hablara del pasado para pensar en el futuro.

Me quedo inmóvil frente al costado del Museo de Artes Visuales. La hiedra recubre por completo aquella casa, es extrañamente inspirador. Sobresale por encima de todos los demás detalles de las estructuras vecinas, es el sueño de un curioso como yo entrar. Siento deseos de tocar la puerta de madera, de seguro tiene un jardín similar, lleno de flores de colores, y árboles tan altos como su frontis.

Disfruto la vista, casi tanto como disfruto hojear los libros de la señora Ana bajo el toldo verde, para no desentonar supongo, junto a la casa y su enredadera. Libros usados, viejos algunos, antiguos para mi, con olor a historia y recuerdos. Todas las mañanas o las tardes le pregunto si trajo algo nuevo, porque los conozco casi todos.

Mi esperanza es encontrar otros más en los que haya alguna dedicatoria que valga la pena seguir conservando.

Una vez en la esquina, pienso en cuánto sentido tiene que aquella calle se llame Merced. Desde allí puede verse altivo el cerro, como si supiera que tiene el barrio a sus pies, a su merced.

El Santa Lucía fue mi refugio durante cinco largos años y la fuente de inspiración de muchos de los dibujos que he echo con lápiz, a mano alzada, en un bloc de hojas blancas, sentado en alguna de sus cunetas al borde de sus senderos de gravilla y piedra, que te guían hasta su cima.

Más de alguna vez me he apoyado en uno de sus frondosos árboles y observado cada mínimo detalle diferente que pudiera haber entre la vista y el papel, como haré nuevamente hoy, esperando que no sea la última vez.

Cargaba en su espalda dentro de una mochila todo lo que pudiera necesitar para su tarea. Un par de lápices de carbón, un cuaderno de croquis, una botella de agua, y la enorme carpeta que protegía el trabajo de los últimos seis meses: su proyecto de título. Lo consideraba ambicioso, ameno para quien hiciera uso de los espacios y moderno, porque su intención era esa, quería darle otra racha de entusiasmo, de color, de modernidad, de vida a este barrio que lo vio madurar, como hombre y arquitecto. Sabía de dónde venía esa idea. Lo hacía sentir poderoso, pero al mismo tiempo aterrizado porque estaba convencido de que era posible, que su sueño no quedaría sumido solo a eso y que estaba solo en sus manos materializarlo. Se había esforzado por años para conseguirlo.

Tengo alma de humanista, y algo dentro de mí me refuerza día a día que no podría haber estudiado otra cosa, que no podría dedicar mi vida a nada más que no fuera grabar recuerdos o imágenes en hojas de croquis, a proyectar ideas. Creo que no son solo las palabras en un libro las que quedan inmortalizadas, sino también los edificios, las calles y los rincones de una ciudad enorme que no dejará de crecer.

Tengo la sensibilidad de un artista, pero ninguna de estas son características de las que me vanaglorie, soy raro para algunos, diferente al menos, porque no cumplí con ser como los demás, con hacer ostento de mi nombre, porque forjé mi camino siguiendo mis propios sueños, siendo leal a mí mismo y a esa voz que habita en mi cabeza que me dice dónde ir, cómo hacerlo y qué ver. Me gusta ser quién soy, el apellido que llevo, la historia de mi origen, pero no me gusta hacer alarde de eso, prefiero que mis dibujos e ideas hablen por mi.

El cerro me regala humedad, sin falta por las tardes. Ésta sí es la mejor parte del día. Dos niños custodian las largas e interminables escaleras que se pierden a la vista cuando las miras desde lejos, escondidos bajo altas palmeras y una ruidosa pileta. 

La puntuda reja de fierro parece el cierre perfecto y cuando escucho a los pájaros cantar, recuerdo a Mary y Dickon entrar por primera vez al “Jardín Secreto”. Mi infancia dista mucho de estos paisajes, por lo mismo creo que lo disfruto todavía más.

Más de cien años de historia lo protegen y el paso de ese tiempo se siente. Ya no están todas las piezas de piedra en su lugar, las barandas blancas están manchadas por el negro hollín de la contaminación ambiental y al menos hoy, a Neptuno nadie le ha pedido deseos.

Sigo subiendo y la carpeta pesa un poco más. He dibujado antes este castillo, cuando estaba un poco más entero. Muchas veces desee ser invitado a sus bailes, en vez de solo escucharlos desde mi habitación hasta que terminaran.

De todas las leyendas que por años han acompañado la vida de este cerro, la tradición católica es la que más ha persistido, está arraigada en él, mientras a Caupolicán parece no importarle llevar plumas en la cabeza o aros colgando de sus orejas.

Es pasado el medio día y el cañón no marcó la hora. Llevo ya un par de años sin escucharlo lo que me parece un agrado. Habría sido perturbador oírlo teniendo el lápiz sobre la hoja. Jamás habría podido terminar un dibujo limpio sin sobresaltarme y romper la punta del lápiz contra el papel.

Tanto se ha movido la tierra y aun hay piedras y ladrillos en su lugar, intactos. Si la tierra ha tenido respeto por el cerro, ¿Por qué no lo han tenido también quienes se dan el trabajo de subir hasta aquí solo para llevarse un pedazo de él sin permiso? Estoy por llegar a lo más alto y Pedro de Valdivia no tiene su espada. Dudo que lo hayan perpetuado en piedra de esa manera. ¿Quién es Pedro sin su espada? Un simple caballero español esculpido que sirve de mirador para una paloma que se posa sobre su cabeza.

Más escaleras, más y más escaleras y siento dormidos los brazos por el peso de la mochila en mi espalda, pero ya llegué a la cumbre.

Los turistas con distintos idiomas pululan a mi alrededor, y aunque las nubes se asoman, y sopla un viento que es como un susurro amenazante de lluvia, no llueve y no lloverá. Diviso al sol entre ellas y así el clima está perfecto para terminar el proyecto que me dará el primer reconocimiento de mi vida: mi título de arquitecto.

Desde aquí veo a la madre de Cristo, en la cima de otro cerro con tradición católica, el edificio que fue en su época el más alto de Chile con forma de teléfono, la torre de telecomunicaciones más famosa del país, el Bellas Artes y la torre centenario que me impide ver tras de si a la cuadrada plaza de armas.

Mientras hago unos retoques, descubro que hasta hoy nunca he tenido ambición por conocer el mundo, solo tenía la convicción de que podría ser un aporte para una pequeña parte de ese mundo que todos quieren conocer.

José quería ver a la ciudad de Santiago seguir creciendo, seguir mejorando y sabía precisamente cómo hacerlo y del lugar exacto del que aquella idea provenía. Comienza el regreso a su departamento, deshaciendo el camino. No le podía faltar el ritual de siempre  en un día tan importante como hoy.

La firma de este bosquejo tenía que ser en el mismo lugar: en la última terraza del Huelén, en uno de los tantos escalones de la entrada de la ermita donde descansa su tatarabuelo Benjamín."