Reseña:
La promesa de una excursión diferente, la invitación a dejarse llevar, a soltar, a sentir, a expresar. La imaginación todo lo puede, la creatividad la acompaña tomada de la mano, la una no prospera sin la otra. La historia es antagonista de ambas, pero no las opaca, su afán es documentar sus pasos. Se manifiestan en arte, se exponen como representantes de habilidades manuales con herramientas: un pincel, un cincel, un lápiz o una flor. Viajar es también un arte, que requiere imaginación y creatividad, pero con una herramienta diferente: tus pies y el andar.
"De pie en un semáforo del centro y Santiago deja de parecer la capital que se publicita en el aeropuerto. Ya no es aquella metrópoli moderna, cada vez más encementada, congestionada y atiborrada de gente y autos.
Es un pedazo de la urbe que retrocede en el tiempo, más amable y amena, que expresa calma, contención y belleza, en un sentido antiguo, atípico y profundamente influenciado.
Ando de turista en la que por ahora puedo considerar mi ciudad, pero en realidad soy una forastera, porque no nací ni me crié aquí, este es solo el espacio que me ha estado recibiendo los últimos tres años, aunque no precisamente esta comuna. El barrio en el que resido es una abierta contraposición de principios a los del centro: aquí hay un no sé qué que te atrae, que te empuja a querer ver más, saber más.
Dan ganas de estar aquí, un lunes por la mañana, un domingo por la tarde, un sábado por la noche. Se percibe un ritmo discordante de vida del que me había acostumbrado en los últimos años. De buenas a primeras, el gran Santiago no es acogedor cuando eres de provincia. El cambio te choca, así fue conmigo por lo menos.
Continúo caminando. No vale ver tanto desde un auto, ni introducirse en las profundidades de la tierra para llegar más rápido al otro lado; vale andar entre las raíces de los árboles del pulmón verde más emblemático de la región. Se respira un aire más limpio, la constante corriente agita las hojas y su sonido resulta relajante.
¿Por qué no habré venido antes? Las dimensiones de la capital asustan. Las probabilidades de que un paseo se torne desagradable son altas y mi condición de mujer sola me convierte en vulnerable. Con ese tipo de pensamientos probablemente me haya perdido mucho que ver.
No a mucho andar, se asoma imponente una de las mejores caras del museo de Bellas Artes, uno de los tantos iconos del centenario de la república chilena. Los engastes dorados, las ventanas de medio arco, los alféizares esculpidos hasta el mínimo detalle, la cúpula de vidrio y las columnas romanas, te transportan a la Europa de la pre guerra. La comparación es inevitable, al tiempo que me asalta la sensación de “ya estuve aquí”.
Las diversas expresiones artísticas de arte en general, arte callejero, arte moderno, arte urbano, estatuas, reconocimientos, regalos extranjeros, y música, en especial, son una visión, al otro lado del rio, de una vida más activa, más amistosa, menos apacible, más nocturna.
Es una oda a la memoria histórica que habita en una especie de mundo paralelo, insertada en el corazón de una ciudad que no descansa. Pero está ahí, porque el parque te recibe con los brazos abiertos, el pasto cortado, el sonido de las hojas que se mueven con la brisa del viento, cada tanto otra vez, te permiten detenerte, que el mundo se pare por instantes. Puedes girar en círculos y la proyección es la misma hacia donde mires, pero te permite libertad para elegir.
Se respira libertad. Se ve libertad: en las alas abiertas de los ángeles de Rebecca Matte, en la fuente alemana en medio del que antes fuera el jardín del bellas artes. Hay libertad incluso para el caballo de Botero que no entró, que no fue enviado de regreso a Colombia.
La libertad de expresión es la consigna de este barrio y te rosa la pie, porque puedes ser quien quieras: un universitario de la facultad más antigua de chile, una pareja de enamorados bajo un árbol en el parque, un lector apasionado cobijado por poetas, un extranjero de paseo comiendo el helado artesanal con más tradición del mundo, o un eufórico hincha del futbol nacional colgado del caballo del General Baquedano.
Sea donde sea que te dirijas, el arte te devuelve las páginas en el libro de historia. Cada cosa en su lugar tiene un recuerdo, un significado, y poniendo la justa atención te vuelves más contemplativo, más perceptivo. Pienso en cuanta razón tenía Machado cuando escribió “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Al andar se hace el camino, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.”
Así que sigo andando, hasta que Rubén Darío me invita a escuchar como corre el agua en la fuente, y de pronto se torna sordo el ruido tan característico de la capital. Ya no escuchas autos ni transporte público. Descubrí un oasis en medio de la ciudad. No dan ganas de irse cuando eres capaz de escuchar las armonías de la lira desde las bancas de descanso.
A lo lejos, un reloj en lo alto marca la hora: el sol está por ponerse. No parece primavera, pero lo es. Un candado aferrado a la barandilla de un puente, me provoca una punzada. Un pedazo de París se exhibe, como si te invitara a conocerla y a enamorarte de nuevo. La imagen de un recuerdo nítido se proyecta en mi mente. Un escalofrío me recorre la espalda completa.
Hay sabor a Europa, y es como si estuviera de viaje de nuevo en el antiguo continente, porque no parece Santiago de Chile, mucho menos Santiago Centro.
La secuencia de mis pensamientos es cada vez más intensa. Podrían haber sido otras personas, otro momento, otra oportunidad, pero ya está. Ya crucé el rio aunque no fuera solo literalmente.
Bellavista no parece un mal nombre, por el contrario, parece el nombre exacto. Desde lo alto del cerro no cabe duda de que la vista es digna de admirar. Árboles verdes y frondosos, abundancia de flores expuestas a la luz del sol.
En eso pienso cuando me adentro en pasajes angostos, con adoquines que me recuerdan la época colonial y su antecedente histórico: La Chimba, lleno de casas de distintas formas y tamaños.
De pronto, nuevamente aquella incómoda sensación de “ya estuve aquí”. Había visto una casa como aquellas, como una en particular. En un sueño tal vez. Con imágenes tan vívidas como la realidad misma. Tenía un parecido innegable con alguna otra que no lograba recordar con precisión, con otro lugar, con otro viaje. Me resultaba extrañamente familiar y conocida.
Hasta que lo entendí. La última pieza del puzzle encajó, y lo supe: Neruda. No podía ser otro que Neruda. Una vez de frente, inmóvil, lo comprobé: “La Chascona”. No podría haberse llamado de otra forma, sino en honor de la desordenada y colorina melena de su mujer.
Pude verlo, con su inconfundible boina, en el frontis de su casa azul, como las otras dos, apoyado bajo un farol, pensando en Matilde tal vez."