lunes, 30 de mayo de 2022

Carmela, Carmela

 "En una antigua estación de trenes, con el ruido de las locomotoras que disparan vapor, Carmela Carvajal se encuentra de pie acompañada de sus dos mayores hijos. Corría el año 1881, y con apenas 30 años, Carmela sentía que se le iba la vida en un abrir y cerrar de ojos. Parecía que el edificio la abrazaba, dejando que solo un par de rayos de luz se asomaran por las grandes ventanas de vidrio pintado.

Apenas unos años atrás, Arturo Prat había pedido su mano, cuando recién había sido ascendido a capitán de corbeta. Llevaron por años una relación discreta, no obstante era reconocida por muchos. Lo amaba desde aquel entonces, profunda y perdidamente. 

 

Ubicada desde donde todos pudieran verla, una virgen mira día y noche con los brazos abiertos, custodiando y protegiendo la diversidad de culturas y almas que aquella ruidosa capital albergaba, cuando la vida seguía un ritmo distinto y dispar. Carmela no podía si no pensar en nada más que en su amado, en lo que su pérdida significaba para ella y su familia y en lo mucho que lo añoraba, a pesar de los años ya pasados.

 

El 21 de mayo de 1879 había ocurrido la tragedia, la que la convirtió en una viuda ícono de Chile. Tan solo un par de días después se enteró de lo ocurrido mediante la prensa, y una carta del almirante Miguel Grau, capitán del Huáscar, lo confirmó. Vestiría de negro por el resto de sus días.

 

Recordaba cada una de las palabras de aquella carta. Las grabó a fuego a en su memoria, porque entendía el valor de ellas: “Dignísima señora: Un sagrado deber me autoriza a dirigirme a usted y siento profundamente que esta carta, por las luchas que va a rememorar, contribuya a aumentar el dolor que hoy, justamente, debe dominarla. En el combate naval del 21 próximo pasado, que tuvo lugar en las aguas de Iquique, entre las naves peruanas y chilenas, su digno y valeroso esposo, el Capitán de Fragata don Arturo Prat, Comandante de la "Esmeralda", fue, como usted no lo ignorará ya, víctima de su temerario arrojo en defensa y gloria de la bandera de su Patria.”

 

Junto con aquellas líneas, el almirante Grau había tenido la deferencia de enviar el diario personal de su marido muerto, su uniforme y espada, todos los elementos que representaban su imagen como un espejo. 

 

El corazón se le partía. Sabía de sobra de la necesidad interna y vocación que perseguía a su marido por cumplir con su deber: honrar a su patria y a la escuela naval, pero no lograba resignarse a aquella idea. Logró mayor convicción de que no abandonaría sus afanes, cuando en julio de 1876, a los 28 años, Prat se titulara de abogado y ella le rogara que continuara ejerciendo en aquella profesión y él se negara rotundamente a hacerlo. 


Carmela era dueña de un corazón sensible, que se consideraba afortunado y benevolente, y que luego de su irremediable pérdida, se encontraba dañado, en espera constante de ser reparado. Una cosa si era cierta y segura, no volvería a casarse, no lo deseaba, no lo esperaba y no lo necesitaba. Prefería ser la eterna viuda de un hombre valiente y respetado. 

 

Para alejarse del dolor que significó la muerte de su amor y de su natal Valparaíso que tantos recuerdos le traía, se retiró a vivir en un pueblo cercano a San Felipe, pero aquello no prosperó y por lo mismo, Santiago le parecía la mejor opción. Sus hijos asistirían a la universidad y ella tendría más espacios donde recrearse y nuevas caras que ver. Sería el comienzo de una nueva vida. La capital la renovaba, sentía en su cara los nuevos aires, apreciaba los nuevos paisajes. La imagen de la virgen en la cúspide del cerro, que fue lo primero que apreció el día de su llegada, podía ahora seguir observándola desde la ventana de su pieza del hotel Bristol. La imagen la tranquilizaba, la reconfortaba. Tarde o temprano todo estaría bien. La familia lograría superar la pérdida y continuarían adelante. La estadía en aquel hotel con forma de barco sería una situación temporal, mientras se terminaran los arreglos de la casa que había elegido al otro lado del río, cercano a la pérgola que vendía flores y frente a la parroquia. 

 

Aunque a veces despierta y no quiere levantarse para evitar sentir los efectos depresivos de la nueva rutina que no había elegido, sabe que tiene un alma fuerte y guerrera, que crió a  sus hijos contra viento y marea y que a final de cuentas se sobrepuso a la adversidad que el destino ponía en su camino. 

 

En ausencia de sus hijos, la campana del mercado la despabilaba de su ensimismamiento y la traía de vuelta a la realidad. El ruido de los carruajes y sus caballos, contra los adoquines, comenzaron a ser cada vez más cotidianos, junto con la llegada de la primavera y el sol. El invierno se iría pronto, sin dejar mucho de sí a su paso, mientras la vida era aquello que transcurría entre que el sol salía y luego se escondía, hasta que el destino hiciera nuevamente su jugada. 

 

Recostada en su cama con cabecera de bronce, intuyó que aquella jugada comenzaba junto con una presión profunda y de estrechez en el pecho, una sensación de opresión aguda y sofocante en el corazón. Sus días habían terminado, su pena y su angustia también. Su muerte era inminente, y aunque lo había intentado todo, ahora podría descansar en paz.

 

30 años más tarde de aquel día, en honor a ambos, se alzaría el primer monumento histórico en memoria de los héroes de la Esmeralda. Un faro de piedra verde que lleva inscrito en una placa de bronce las palabras que una noche escribiera el Caballero de los Mares a bordo del buque de guerra peruano Huáscar, a la mujer del heroico Capitán Prat."