Todas las historias tienen un
principio y una razón de ser, pero ésta, tuvo una razón para nacer, que posiblemente
aun no conozcamos, ni vayamos a saber jamás.
Aun era una niña cuando el
destino cruzó nuestros caminos, al menos me veía como una, porque a pesar de
ello siempre he tenido la sensación de que en mi vive un alma antigua, en una circunstancia
que hoy parece paradójica, pero en una etapa de mi vida en la que por primera
vez empezaba a volar con mis propias alas, en una etapa en la que sabía de
sobra que cometería muchísimos errores pero que al mismo tiempo sabía que por
personas como él, al fin del día todo estaría bien.
Resulta dificilísimo hacer esto,
escribirte, porque cuestiono absolutamente cada palabra, pero al mismo tiempo está
siendo inevitable, algo dentro de mi me insta a hacerlo, así es que lo hago,
con la mayor inspiración y pasión de la que soy capaz cada vez que hago
esto. Lo es también porque no recuerdo
mucho los detalles como ocurre con frecuencia con otras historias y no es
porque no haya estado prestando atención sino que, por el contrario, estaba
poniendo demasiado de mis sentidos en lo que fuera que estuviera haciendo o
diciendo y no llegué a concentrarme en las pequeñeces, pero si se bien que ahí
estábamos ambos de pie en un auditorio repleto de gente: tú con tu sonrisa
amable y generosa de siempre y yo en el más eficiente de mis personajes. Lo que
hoy parecería una abierta estrategia de conquista, en su momento fue nada más
que caballerosidad y educación, o al menos eso es lo que creo alguna vez me
contaste cuando pregunté. Aquel día, aquella conversación, nos permitieron
llegar hasta ahora, intactos, con más años, más dolidos, más preparados, pero
sin duda, los mismos de siempre, los mismos de aquel día en el que descubrimos
que al menos yo sabía quién eras aunque nunca antes hubiera visto tu cara, pero
que teníamos un círculo de personas en común.
Cuando echo a correr la memoria,
descubro qué fue lo que nos hizo llegar tan lejos: cuando te conocí no sabía
que tenía la necesidad de que alguien me escuchara y realmente entendiera mis
palabras no solo por cumplir sino también porque la vida lo había enseñado como
a mí y que eran las experiencias del pasado las que nos unirían en un futuro. ¿Cuántas
personas en el mundo has conocido que tengan la capacidad de escuchar y oír al
mismo tiempo? ¿Que puedan responderte lo que preguntas y no aquello que ellos
quieran decir? Yo solo lo conozco a él.
Me levantó de las cenizas,
impidió que perdiera la cabeza, fue honesto cuando se lo pedí aunque me doliera
y se negara a hacerme daño, intentó hacerme cambiar de parecer y cuando vio que
no lo conseguiría no se rindió. Me llevó al peor de los médicos, al que cuando algún
otro sabe que visitas se alejan irremediablemente de ti, cuando sabia de sobra
que él podría hacer ese mismo trabajo. Cuidó de mí, de mis dolores, de mi
autoestima, secó mis lágrimas, me abrazó hasta dejarnos sin aire y sin
preguntar. Creó sonrisas genuinas, panoramas simples, sacrificios innecesarios
pero infinitamente valorables, porque yo no le había dado nada, nada más que mi
triste y torpe presencia y compañía. No fui su mujer pero quiso y puso el mundo
a mis pies. No fui ni di nada, nada más que yo misma, dañada, herida, molesta,
triste y enferma, pero aun así era todo lo que él quería de una u otra manera
en su vida y es por ese mismo motivo que sigo aquí.
No puedo decir que no le
importaba que las penas y lagrimas fueran de otro, porque con el tiempo descubrí
que si le importaba y en más de un sentido. Él me ayudó a sanar, y cuando pude
seguir caminando sola, aunque coja, me aparté de él, con el dolor de una
pérdida más, pero con la esperanza de que la vida lo compensaría con creces por
ser quién es, por ser cómo es y no me equivoqué, eso espero.
Por eso, hoy te dejo unas cuantas
lágrimas más, pero hoy no son de nadie más que tuyas. Hoy te escribo por
primera y única vez, pero siéntete feliz porque yo lo hago por ese mismo
motivo.
Siéntete feliz, porque está
llegando el final de estas palabras y desde el tercer párrafo supiste que eran
tuyas estas estrofas y de nadie más que tuyas, y por supuesto me harás saber de
alguna u otra manera que lo sabes.
Siéntete feliz, porque nos
conocimos en la que dicen es la mejor etapa de la vida, en la que se forman los
caracteres y nos definimos como seres humanos, cuando no éramos más que dos
estudiantes de la universidad y de la vida.
Siéntete feliz, porque a pesar de
que mi respuesta a tu proposición fue negativa, no fue así porque no hayas sido
todo lo que quisiera para mi vida, sino porque fui demasiado cobarde para
aceptarla, porque además sabía que cumplirías con cada una de las palabras que
decías en mi oído. Reconocer mi miedo en voz alta te habría dado a ti el coraje
que necesitabas para lograr convencerme y darme todo aquello que nunca te dije
que necesitaba pero tú manifestabas de forma tan convincente en voz alta y
mirándome a los ojos que sabías y que de hecho hasta el día de hoy sabes.
Habría flaqueado, e inevitablemente uno de los dos habría terminado herido y yo
no estaba dispuesta a correr ese riesgo.
Siéntete feliz, porque no mereces
contigo a una mujer dañada a la espera de ser reparada, sino una íntegra,
entera, porque desde donde se mire tu alma, tú si lo eres.
Siéntete feliz, porque a pesar de
que en algún momento la conversación dejó de ser diaria y en el camino pudimos
abandonarnos, nunca lo hicimos, ni antes, ni ahora, ni después.
Siéntete feliz, porque aunque he
estado molesta contigo, o desilusionada de la vida y sus encantos o sintiéndome
infeliz, no habrán días que me queden de vida en los que vayas por tu vereda y
yo por la mía y no vaya a sonreírte.
Siéntete feliz, aunque se perciba
la pena, porque a pesar de que nadie lo crea o lo entienda o ni si quiera
nosotros mismos sepamos por qué, nos queremos. Yo, te quiero.